Tauromaquia en la Grecia Clásica

La mitología griega nos narra que cada nueve años, la ciudad de Atenas estaba obligada a enviar a la isla de Creta siete mancebos y siete doncellas como tributo al rey Minos. Los rehenes eran introducidos en un laberinto para servir de alimento al Minotauro (el toro de Minos), un ser con cuerpo de hombre y cabeza de toro que vivía en el que hoy conocemos como laberinto del Minotauro.

Es mitología, ¿verdad? ¡Cuentos griegos! Bueno, en la mitología griega se mezclaba ficción y realidad, y resulta que a finales del siglo XIX se descubrieron en la isla de Creta las ruinas del palacio de Cnosos, edificio enorme con más de mil habitaciones, decoradas con murales, y aquí llega lo que nos interesa, de toros de todos los tamaños y colores.

La antigua Grecia, y en concreto la isla de Creta fue la cuna del arte que hoy conocemos como Tauromaquia. De aquí paso a Roma, extendiéndose por todo el imperio. De esta forma llegó a la península Ibérica y a otros lugares de Europa.

En sus orígenes en la antigua Grecia era un ritual sagrado de vida o muerte. Hombres y mujeres se paraban frente al toro, bailaban para él, y cuando el animal embestía, lo tomaban por los cuernos, aprovechaban el impulso del animal para saltar sobre su cabeza, rozar el lomo y, con una voltereta en el aire, caer en los brazos de un compañero. Luego esperaban nuevamente su turno para continuar esta fascinante y peligrosa danza: la taurocatarsis, es decir, “el salto del toro”.

Pero sigamos con la narración de la “mitología” y del tributo que los atenienses debían pagar. Llegó el día que entre los siete mancebos fue Teseo, hijo de Egeo rey de Atenas. Teseo se adentró en el laberinto con su espada y una madeja de hilo tejido por Ariadna cuyo extremo amarró en la entrada del laberinto. Se enfrentó al Minotauro, le clavó la espada en el pecho, y consiguió salir del complicadísimo laberinto gracias siguiendo el hilo. Esta victoria puso fin al tributo.

Cada tarde Egeo acudía a cabo Sunion, un punto alto y meridional de la costa ateniense, con el objeto de ver si el barco de su hijo regresaba. Ahí se quedaba, mirando al mar, hasta que se ponía el sol. Teseo había acordado con Egeo que si salía victorioso de su arriesgada empresa, al regresar cambiaría las velas negras del barco por velas blancas, así Egeo sabría con la mayor antelación posible que su hijo seguía vivo.

Pero con la alegría y el regocijo de la victoria, a Teseo se lo olvidó cambiar las velas. Por eso, al ver regresar el barco con las velas negras Egeo creyó que su amado hijo había perecido en su intento y amargado por el dolor se arrojó desesperado al mar. Desde entonces se llamó “Mar de Egeo”, abreviado mar Egeo. La tradición atribuye también a la trágica muerte del rey Egeo los rojos y a la vez bellísimos atardeceres que se pueden contemplar desde cabo Sunion, el cabo de Sunio.

Cabo Sunion, imagen digitalizada a partir de una diapositiva tomada por un servidor en 1991
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